PUEBLOS INDÍGENAS Y LIBERACION

miércoles, 26 de mayo de 2010

Los pueblos indígenas y las luchas por la liberación, la emancipación y la independencia en el México del siglo XXI

Ictzel Maldonado Ledezma
Rebelión


I. México y la quimera moderna del Estado nación.
El siglo que termina ha visto la lenta descomposición del pensamiento moderno. Incluso ha dejado percibir signos precursores de lo que podría ser una nueva forma de pensar […]. Dos ideas forman parte de la modernidad; ambas derivan del concepto de una razón universal y única, igual en todos los hombres y en toda época. El Estado-nación es la primera. El Estado-nación es una construcción racional; el mundo entero es, para el pensamiento moderno, un escenario donde se enfrentan Estados soberanos. El progreso hacia una cultura racional es la segunda idea. Porque sólo hay una cultura conforme a la razón: la occidental, de raíces griegas y cristianas; las demás tienen valor como estadios en evolución hacia esa cultura superior […].
Luis Villoro
En México, como en el resto de América Latina, el llamado “Estado nación” surgió a partir de la importación del modelo político europeo del mismo, el cual supone la existencia, sin más, de ciudadanos presuntamente iguales y sin distinciones étnico-culturales, que “conviven” en el marco de dichos Estados en un ambiente carente de conflicto. La realidad, sin embargo, ha sido otra: no sólo aquí en los países de la región latinoamericana, sino en los mismos países europeos, actualmente se hace patente la crisis por la que atraviesa ese binomio quimérico del Estado nación, el cual lleva implícita en la misma expresión todas sus contradicciones inherentes. Primero, porque un Estado no es lo mismo que una nación; segundo, porque el Estado es, por definición, una entidad de carácter político, y la nación, si bien ha adquirido con el tiempo una connotación política -sentido en el cual se le ha equiparado erróneamente con el Estado-, no se agota, ni mucho menos, simplemente en eso, sino que es menester entenderla como una entidad substancialmente cultural.
Así, históricamente se ha concebido al Estado nación como si ambos –Estado y nación- constituyeran una unidad natural, y se ha ocultado el hecho de que responden a procesos distintos de configuración, si bien en un momento histórico determinado convergieron. Como señala Luis Villoro: “Nación” no siempre estuvo ligada a “Estado”, su noción tradicional, anterior a la época moderna, no implicaba necesariamente soberanía política. Muchas “naciones” podían coexistir bajo el mismo imperio o reino sin más vínculo político entre ellas que el vasallaje a un soberano común”. [1]
Conviene señalar las dos tradiciones de pensamiento de las cuales se nutre el concepto de nación: por una parte, de la tradición francesa heredera de la Revolución, que ve en la nación a una entidad política conformada eminentemente por ciudadanos iguales ante la ley; por otra, de la tradición romántica alemana que señala ante todo la existencia de una comunidad de cultura, una misma lengua y un origen étnico común. [2] Según la primera tradición, la nación es principalmente una comunidad política constituida con posterioridad al Estado, como lo muestra la misma experiencia histórica de la Francia revolucionaria y la construcción de la nación francesa en la época napoleónica. Por el contrario, la tradición alemana señala la existencia a priori de la nación como fundamento necesario de un Estado, el cual será poco más o menos que el instrumento de organización política que sirva a los fines de una nación previamente constituida. [3] Como señala Oswaldo Chacón Rojas, históricamente ha dominado la noción política de nación sobre la que apela a su contenido cultural, lo cual explica la equiparación sin más de la nación con el Estado, sin diferenciación alguna de por medio, pretendiendo que son la misma cosa cuando se trata de entidades distintas. Según el pensamiento moderno, nos recuerda este autor, un Estado es una nación y una nación es un Estado, pretendiendo una supuesta homogeneidad étnica, lingüística y cultural que es más bien excepción que regla. [4] En la raíz de todo ello se encuentra la génesis misma de las naciones y la diferenciación entre naciones tradicionales o históricas y naciones proyectadas o modernas, siguiendo la distinción de Luis Villoro al respecto, [5] que coincide con la de Oswaldo Chacón Rojas de nación en sentido político y nación en sentido cultural; ahora bien, hay que señalar además, respecto a los pueblos indígenas, que algunos de éstos en sus reivindicaciones políticas tienden a asumirse a sí mismos como naciones –más que como grupos étnicos-, lo cual no supone de ninguna manera que propugnen su secesión del Estado mexicano para constituir, por ejemplo, un “Estado nación maya” –ésta sería una lógica moderna-; son naciones en un sentido cultural –siguiendo la tradición alemana-, aunque esta autoafirmación nacional se relaciona con los usos políticos de dicho término en la lucha de estos pueblos por obtener reconocimiento y respeto a su existencia dentro del Estado mexicano [6] y se refiere a la connotación cultural del término, según la acepción tradicional que proporciona Luis Villoro al respecto, y no a la acepción moderna del mismo.
Por otra parte, es importante enfatizar, en relación a la problemática de los Estados que forzosamente pretenden coincidir con una nación, que la idea del Estado nación es propia del pensamiento moderno:
[…] el Estado-nación, como tal, fue producto o consecuencia de ese nuevo acontecimiento político de fines de siglo XVIII llamado modernidad. En efecto, el desafío de las ideas de progreso y modernidad ilustradas al antiguo régimen medieval occidental, fue lo que propició la secularización de las ideas políticas y generó las condiciones para que la idea de Estado nacional tomara cuerpo […]. [7]
No obstante, este modelo político se encuentra en crisis debido a la emergencia cada vez más evidente de las identidades étnico-culturales que perviven al interior de los Estados pese a la pretensión moderna de fundar Estados nacionales basados en la homogeneidad étnica y cultural, es decir, Estados monoculturales y, por añadidura, etnocráticos, donde un grupo nacional domine al resto.
En el caso de México y los demás países latinoamericanos –es ineluctable e incluso imprescindible pensar a México en relación al lugar que ocupa en el contexto latinoamericano, y más ampliamente, en el contexto internacional-, esta problemática histórica trajo como consecuencias que los pueblos originarios fueran dominados secularmente por un sector minoritario de sus sociedades, que ha detentado el poder desde la llegada a Nuestra América de los conquistadores europeos, [8] pasando por la independencia conseguida en el siglo XIX –formal, hay que decirlo-, hasta llegar a los gobernantes del siglo XX, quienes dieron continuidad a la dominación impuesta hace ya más de 500 años a los pueblos indígenas. En el siglo XXI, el lastre de la dominación y la subyugación de la cual son objeto los pueblos indígenas latinoamericanos –y concretamente, en México- no ha sido eliminado; existen avances en materia jurídica, sobre todo a nivel internacional, [9] pero ello no ha tenido su correlato en el plano nacional –recuérdese la fallida e ignominiosa reforma constitucional en materia de derechos de los pueblos indígenas de 2001, que hizo caso omiso de las demandas indígenas, así como de los acuerdos establecidos previamente entre los gobernantes y el movimiento indígena mexicano, y que desconoció lo suscrito por México en instrumentos jurídicos internacionales de envergadura tal como el Convenio 169 referente a los pueblos indígenas y tribales de los países independientes de la Organización internacional del Trabajo -.

II. De la multiculturalidad como realidad sin más a la interculturalidad como horizonte eutópico.
El mundo que queremos es uno donde quepan muchos mundos. La patria que construimos es una donde quepan todos los pueblos y sus lenguas, que todos los pasos la caminen, que todos la rían, que la amanezcan todos.
Comité Clandestino Revolucionario Indígena-EZLN
[…] Pienso o quiero, un futuro plural; porque veo en él la continuidad de una maravillosa diversidad de la experiencia histórica de la humanidad; porque presiento lo que esa riqueza de la pluralidad significará para las generaciones del futuro; porque creo en el valor de los muchos rostros […] porque la vida es cambio, es diversidad […].

Guillermo Bonfil Batalla
Inextricablemente ligado a la problemática del Estado nación, se encuentra lo relativo a la condición multicultural de los Estados, no sólo diríamos de la actualidad, pues como señalamos líneas arriba, la compulsión por homogeneizar culturalmente las sociedades tuvo lugar desde la constitución misma de los (mal)llamados “Estados nación”. Así, la multiculturalidad -entendida como una realidad factual-, se refiere a la presencia de minorías étnicas –conformadas por efecto de las migraciones internacionales, tales como los árabes, africanos y latinos que habitan en algunos países europeos como Francia, Alemania, España; así como los chinos, cubanos, mexicanos, puertorriqueños y demás que habitan en Estados Unidos-; minorías nacionales –los catalanes, vascos, andaluces, gallegos en el caso español, o las First Nations en el caso de Canadá-; o bien, pueblos indígenas, que coexisten con sectores dominantes de las sociedades de las que forman parte en condiciones de subalternidad y subordinación.
También se utiliza a menudo el término de pluriculturalidad, como sinónimo de aquel, y ambos refieren, según señala León Olivé: “Las situaciones de hecho en las que coexisten pueblos y culturas diversos. Bajo esta acepción, se trata de términos factuales. También podemos decir que son términos descriptivos, porque describen un aspecto de la realidad social de nuestro país, de otros países y del mundo”. [10] Es necesario señalar que la multiculturalidad es una realidad ineluctable de las sociedades humanas, y al decir esto, queremos dejar en claro que no nos referimos de ningún modo a la ideología multiculturalista de corte neoliberal que es utilizada para justificar sus estrategias de dominación; la multiculturalidad, como realidad factual del mundo y las sociedades humanas, es algo ineludible, y se ha hecho más fehaciente a últimas fechas a causa de las migraciones internacionales. Como señala Rodolfo Stavenhagen:
La multiculturalidad, con sus múltiples facetas y vertientes, es una realidad de nuestro tiempo, que la globalización no ha hecho más que resaltar, que algunos denominan la esfera de lo glocal. Lo que más vemos en la actualidad es su aspecto dramático: sus genocidios, sus depuraciones étnicas, sus desplazados y refugiados, sus motines y matanzas, su intolerancia recíproca. [11]
Sin embargo, es importante dejar en claro que las meras realidades multiculturales no garantizan una convivencia entre pueblos y culturas diferentes que co-habiten el mismo espacio social –por ello, hay que diferenciar sustantivamente la simple coexistencia de la convivencia-. A este respecto, Sylvia Schmelkes señala que: “[…] en las realidades multiculturales existen profundas asimetrías, es decir, relaciones de poder que discriminan a unas culturas con relación a otras. Se pueden generar, entonces, relaciones de segregación y de discriminación cuando existe simplemente una realidad multicultural”. [12] Por esto, es necesario trascender las realidades multiculturales y arribar a un plano de interculturalidad donde las diversas culturas y pueblos convivan, más que coexistan entre sí, en un marco de respeto, tolerancia y equidad; sin ello, las afirmaciones constitucionales de que somos una “nación pluricultural” quedan vacías de contenido. [13] Sobre este particular, es fundamental mencionar que la cuestión multicultural en los “Estados nación” de América Latina, y concretamente, en México, está indisolublemente ligada a la situación económico-social de los pueblos indígenas, ya que no sólo se ha aniquilado y/o minusvaluado sus culturas, sino que, además, se les ha escamoteado la posibilidad de desarrollarse social y económicamente, con lo cual enfrentan un doble condicionamiento: por una parte, su condición étnica –son indígenas, “indios”, en el sentido peyorativo del término, excluidos de la cultura nacional “oficial”-, por otra, su condición social –son pobres, explotados, subalternos, marginados-. Por lo tanto, las demandas de reconocimiento de los pueblos indígenas no se restringen a sus derechos culturales, sino que también abarcan sus derechos económicos, sociales y políticos. Siguiendo a Sylvia Schmelkes, ésta señala, respecto al concepto de interculturalidad, que:
[…] No se trata de un concepto descriptivo, sino de una aspiración. Se refiere precisamente a la relación entre las culturas y califica esta relación. La interculturalidad supone que entre los grupos culturales distintos existen relaciones basadas en el respeto y desde planos de igualdad. La interculturalidad no admite asimetrías, es decir, desigualdades entre culturas mediadas por el poder, que benefician a un grupo cultural por encima de otro u otros. Como aspiración, la interculturalidad forma parte de un proyecto de nación. [14]
Así pues, podemos entender a la interculturalidad como un horizonte de futuro, como un escenario eutópico al cual esperamos arribar en tanto sociedad democrática; en este escenario, no cabrían las relaciones de dominación que existen actualmente y desde hace centurias entre los pueblos indígenas y el resto de la sociedad mexicana, pero dicho escenario intercultural eutópico sólo puede ser logrado mediante acciones concretas que subviertan las deplorables condiciones socioeconómicas en que se encuentran los pueblos indígenas de México, pues más que cualquier exaltación museográfica de sus culturas, es necesaria una transformación de las estructuras de dominación que propician su marginación social –y como un efecto adyacente, la preservación de sus culturas e identidades, pero sin limitarnos a ello ni reduciendo sus problemáticas a una cuestión meramente culturalista-.
III. Liberación, Emancipación e Independencia: Los Pueblos Indígenas en el México del siglo XXI.
Como indígenas creemos y sentimos que tenemos la capacidad para dirigir nuestro destino. No hay necesidad de que nos anden llevando de la mano, pues. Como gente madura, como gente consciente, podemos dirigir nuestro propio destino, podemos gobernar nuestro propio pueblo […]. Como indígenas necesitamos autonomía propia, necesitamos esa identidad, esa dignidad, pues. Dignidad de vivir y respetar.
Comité Clandestino Revolucionario Indígena-EZLN [15]
Es en este contexto donde cobran sentido las luchas por la liberación, la emancipación y la independencia, para arribar a un país donde la democracia no sólo sea aquella meramente formal y electoral –o deberíamos decir, quizás, “electorera”-, de tipo instrumental y despojada ya de sentido por el discurso vacuo de las instituciones que la han manoseado hasta la saciedad. Un México democrático, que se asuma y defina como tal, sólo podrá existir ahí donde se eliminen las relaciones de dominación entre indígenas y no indígenas y se exprese en los hechos la gastada frase de que somos una “nación multi –o pluri- cultural-“. A decir de Margarito Xib Ruiz y Araceli Burguete: “Un verdadero cambio estructural, profundo, no puede, no debe, repetir los errores del modelo del Estado nación etnocrático, ahora decadente. No es posible defender y plantear como proyecto de futuro la continuidad de un mismo modelo de Estado que se sustente en la continuidad de la ladinocracia, de la mestizocracia”. [16]
Ahora bien, cuando hablamos de liberación, emancipación e independencia, hemos de referirnos forzosamente a su correlato antinómico: la dominación. Liberarse, emanciparse e independizarse ¿con respecto a qué –y a quiénes-? Para empezar, habría que decirse que un proyecto de emancipación en México –y en el resto de los países latinoamericanos- significa hoy en día, un proyecto de emancipación, si bien política, antes que otra cosa mental, de forma tal que nos liberemos de las ataduras que en el plano de los conceptos y las categorías nos siguen dificultando la independencia – eludiendo así el llamado imperialismo de las categorías-, [17] la cual, igualmente, tiene que ir más allá de la independencia política –formal- de la cual las clases gobernantes se precian haber conseguido en el siglo XIX. Sin embargo, como nos recuerdan Margarito Xib Ruiz y Araceli Burguete para el caso de los pueblos indígenas:
[…] las guerras de independencia fueron quizá la posibilidad más cercana que tuvieron para recuperar los derechos perdidos con la invasión europea. Sin embargo, no fueron ellos los que ganaron esas guerras, aunque masivamente participaron. Con el resultado, otra vez quedaron sometidos. No tuvieron capacidad de recuperar su derecho de autodeterminación, tan caro para todo pueblo. No lograron recuperar sus territorios, viales para reproducir si identidad diferenciada. No pudieron recuperar su libertad perdida. La llamada Independencia de México no lo fue para los indios, quienes sólo cambiaron de amos. [18]
Así, en un contexto de reiterado colonialismo interno del que son objetos los pueblos indígenas, la manera por la cual éstos han de concretar su independencia no es, como temen absurda e ignorantemente las clases dominantes, constituyendo uno o más Estados separados del Estado mexicano, sino ejerciendo sin cortapisas su derecho autonómico y erigiéndose en sujetos que lleven a cabo por sí mismos –aunque no de manera autárquica- su propio desarrollo económico, social, político y cultural; es la autonomía, pues, el medio por el cual los pueblos indígenas pueden hacer valer su independencia y liberarse así del yugo colonial interno. Igualmente, hay que tener en cuenta que, como señala Sergio Rodríguez Lazcano: “La lucha por la autonomía no es solamente un punto nodal de la práctica zapatista, sino que se trata de un punto nodal del proyecto emancipador en su conjunto. Si acaso es verdad que nuestra lucha es por lograr que la gente tome en sus manos el control de sus destinos”. [19]
Una propuesta concreta que busca ayudar a arribar a ese plano anhelado y deseable de verdadera praxis intercultural, se relaciona con la rectificación de la ignominiosa reforma constitucional en materia de derechos de los pueblos indígenas de 2001; a este respecto, habría que señalar como algo primordial el necesario reconocimiento pleno a la autonomía de los pueblos indígenas –derecho que se deriva, como señalamos líneas arriba, de su reconocimiento como pueblos y no meramente como “poblaciones” por parte del Convenio 169 de la OIT y de las implicaciones que sobre su libre determinación ello conlleva-; así, pues, habría que sustituir la expresión constitucional de “entidades de interés público” que los tipifica paternalistamente como tales, para reconocerlos de manera cabal como “entidades de derecho público”, para consagrar de este modo su derecho y capacidad para erigirse en sujetos autonómicos que velen por su propio desarrollo, en vez de subordinarlos a las acciones que por su cuenta decidan realizar los gobiernos con respecto a ellos.
Por lo tanto, concluimos con base en el análisis realizado en el presente trabajo, que el reconocimiento pleno a la autonomía de los pueblos indígenas de México es el punto toral para avanzar hacia la construcción de un México efectivamente respetuoso de su diversidad cultural, donde no sólo se reconozca a nivel constitucional la pluriculturalidad de éste, sino que se transite hacia una práctica intercultural; es decir, que los diversos pueblos y culturas de México puedan convivir –no sólo coexistir- entre sí sin que existan relaciones asimétricas y de dominación entre ellos. Ello implica dejar de observar a los pueblos indígenas desde un enfoque meramente folklórico, y considerar que de nada sirve reconocer la riqueza de sus culturas, si ello no conlleva acciones concretas tendientes a subvertir su rezago socioeconómico, como lo es, precisamente, el reconocimiento sin cortapisas a su derecho autonómico para que ellos mismos puedan procurar su desarrollo económico, social, político y cultural. Con esto, el Estado mexicano cumpliría de manera fehaciente con sus compromisos jurídicos a nivel internacional, expresados en la firma y ratificación de instrumentos jurídicos tales como el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales y el Convenio 169 de la OIT; asimismo, estaría en consonancia con lo asentado en la recientemente aprobada Declaración de las Naciones Unidas sobre los Pueblos Indígenas.

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